Es la de dos jovencitos, de 16 años él y 15 ella, que
vinieron a conocerse un buen día y desde entonces, con parsimonia, pero
dulcemente fueron uniendo sus vidas. Fue, como digo, poco a poco. Un noviazgo
sin prisas, porque eran muy jóvenes. Fueron uniendo sus vidas, durante diez
años, hasta hacerla una sola, el día de su matrimonio.
Desde su primer beso hasta la consumación del amor, todo
fueron caricias, carantoñas, miradas que lo dicen todo y un cocido a fuego
lento, que hacía el amor más grande, si cabe.
Siempre cogidos de la mano, paseaban y hacían las delicias de
los que los que los veían, porque era una pareja modelo. Los familiares y
amigos los querían y saludaban, como la pareja feliz que eran.
Ambos trabajaban y con el tiempo, pudieron comprar un piso,
nidito de amor que fueron reformando, pues era viejo, hasta convertirlo en una
vivienda muy bonita. La reformaron toda, con la ayuda de familiares y amigos.
Y llegó el día de la boda. Ella de blanco, él de negro, se
dieron el “si quiero” ante familiares y amigos y lo celebraron en un bar,
acompañados de los más amigos y familia que pudieron reunir, para hacerles
partícipes de tan gran alegría, como era verse unidos para siempre en
matrimonio.
Eran pobres, pero honrados y con el tiempo su economía fue a
más, hasta llegar a ser de la clase media baja. No les faltaba ni un detalle.
Por los devatares de la vida vinieron a separarse, pero en la
distancia se siguen queriendo como el primer día. Él fue a vivir con sus padres
y ella con el retoño de ambos.
No se ven, pero ese antiguo amor sigue vigente, por parte de
ambos. Los malos consejos que le dan a ella, hacen que no vuelvan a unirse
físicamente, pero sus corazones siguen latiendo como uno solo.
Muy trabajadores ambos, se ganan la vida, cada cual como
puede. Pero lo más importante es el amor que se siguen profesando.
JOSÉ ANTONIO MÉRIDA.
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