martes, 19 de junio de 2018

EL JARDÍN DE LA ALEGRÍA


Había una vez un jardín que siempre tenía flores. En primavera, por supuesto, tenía claveles, rosas, margaritas, jazmines, damas de noche, pacíficos y multitud de flores. En otoño, en invierno y en verano tenía menos, pero también podías hallarlas en jardín de las maravillas.

Allí ivan a amarse, con besos y caricias, los jóvenes de los alrededores. Con el calor que desprendían sus besos y el aroma de las flores, era un sitio estupendo para pasear.

Allí se dieron el ”si quiero” multitud de parejas, que paseaban por el jardín o se sentaban en sus bancos y se daban miles de besos. Era una delicia tanto amor junto. Las flores por un lado, las parejas por otro y la brisa de la tarde.
Los viejos, antiguos abominaban a las parejas, porque en sus tiempos no se hacía eso. Se limitaban a visitar a la novia en su casa y tocarles la rodillas por debajo del refajo de la mesa, y es que eran otros tiempos.

También paseaban por el jardín gente mayor que se maravillaba de las delicias del jardín, de sus flores y de las parejas.

El reloj corría paseando por este jardín, que era la octava maravilla del mundo, con sus árboles, sus flores y la gente paseando. Por las tardes, las abejas livaban el néctar de las flores y por la noche, la luna tímida alumbraba a los amantes que la contemplaban con el cariño con que se ve a una flor.

Corría por el centro del jardín un arroyuelo, que con su agua limpia y sus peces de colores hacían más mágico el jardín de los sueños de muchos que lo visitaban.

El amor era completo en el jardín al atardecer, cuando se encendían las farolas y los besos de los amantes empiezan a ser secretos, entre margaritas y bugambillas, a ser como de duende que recorre el arroyo bendiciendo tanto amor.

Los lirios eran más blancos en aquel jardín de ensueño, para amantes y enamorados.
JOSÉ ANTONIO MÉRIDA.

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