Había una vez un jardín que siempre tenía flores. En primavera,
por supuesto, tenía claveles, rosas, margaritas, jazmines, damas de noche,
pacíficos y multitud de flores. En otoño, en invierno y en verano tenía menos, pero
también podías hallarlas en jardín de las maravillas.
Allí ivan a amarse, con besos y caricias, los jóvenes de los
alrededores. Con el calor que desprendían sus besos y el aroma de las flores,
era un sitio estupendo para pasear.
Allí se dieron el ”si quiero” multitud de parejas, que paseaban
por el jardín o se sentaban en sus bancos y se daban miles de besos. Era una
delicia tanto amor junto. Las flores por un lado, las parejas por otro y la
brisa de la tarde.
Los viejos, antiguos abominaban a las parejas, porque en sus
tiempos no se hacía eso. Se limitaban a visitar a la novia en su casa y
tocarles la rodillas por debajo del refajo de la mesa, y es que eran otros
tiempos.
También paseaban por el jardín gente mayor que se maravillaba de
las delicias del jardín, de sus flores y de las parejas.
El reloj corría paseando por este jardín, que era la octava
maravilla del mundo, con sus árboles, sus flores y la gente paseando. Por las
tardes, las abejas livaban el néctar de las flores y por la noche, la luna
tímida alumbraba a los amantes que la contemplaban con el cariño con que se ve
a una flor.
Corría por el centro del jardín un arroyuelo, que con su agua
limpia y sus peces de colores hacían más mágico el jardín de los sueños de
muchos que lo visitaban.
El amor era completo en el jardín al atardecer, cuando se
encendían las farolas y los besos de los amantes empiezan a ser secretos, entre
margaritas y bugambillas, a ser como de duende que recorre el arroyo
bendiciendo tanto amor.
Los lirios eran más blancos en aquel jardín de ensueño, para
amantes y enamorados.
JOSÉ ANTONIO MÉRIDA.
No hay comentarios:
Publicar un comentario