Hace ya años que nos dejó. Un perrazo le mordió en su barriga
y no pudo recuperarse de las heridas. Yo la llevé al veterinario, pero ya era
tarde.
Se quedó en la mesa de operaciones, en mis propias manos. Yo
la quería mucho y me dio un gran disjusto cuando murió. Era muy buena y
obediente, excepto cuando estaba en celo. Entonces no entendía ni por las
buenas ni por las malas.
Yo lloré cuando murió. La quería mucho. Pasemos muy buenos
ratos juntos.
Le corría a los gatos, pero no les hacía nada, les daba con
el hocico y nada más.
Su gran pasión es que yo la sacase a pasear. Se volvía loca
cuando la desataba o me veía con la bolsa del pan en la mano. Porque ella comía
pan, en cachitos, mientras paseábamos.
La sacaba por el campo, que por entonces estaba cerca de casa
y, de vez en cuando venía a por una sopa de pan.
Se llamaba chica, pero pesaba 14 kilos y tenía un pelo que le
brillaba.
No hay otra perra como chica, de buena, de cariñosa y de
galante.
Le puse por nombre chica porque yo la llamaba, cuando era una
cachorra: chica ven, chica ven, chica y se quedó con chica. Entonces yo no
escribía. Hoy le dedico este homenaje póstumo.
Chica y yo éramos el uno para el otro. En mi recuerdo queda
la imagen se chica correteando por el campo.
JOSÉ ANTONIO MÉRIDA.
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