Nació en el seno de una familia señorial y desde corta edad,
sus padres, le obligaban a llevar corbata, por aquello de la posición social
que ocupaban en la clase alta de la sociedad.
El niño era infeliz, porque no podía jugar con sus amiguitos,
porque se ensuciaba y sus padres no querían. Vivía apartado de la sociedad por
culpa de sus padres, que eran muy dominantes.
Sus compañeros le invitaban a jugar con ellos, pero él se
negaba aludiendo a que “no le gustaba”, sabiendo aquellos que era por culpa de
la dichosa corbatita. No tenía por tanto amigos, solo sus dominantes padres que
no sabían lo que hacían y que eran culpables de la infelicidad de su hijo.
La vida les castigó haciéndoles fracasar en sus negocios, que
se vinieron abajo y perdiendo la clase social que tenían antes. Ahora no tenían
escusa para hacer llevar la corbata a su hijo, porque pasaron de señoritos a
simples trabajadores, que dependían de su salario.
El niño dejó de llevar corbata y ya podía jugar con sus compañeros.
Era feliz como la vida misma, tenía amigos y progresó en sus estudios.
Los profesores le querían, le ayudaban e hizo una buena
carrera de juez y ahora era él el que decía lo que tenían que hacer los
ricachones con sus hijos.
Era justo en sus deliberaciones y la gente lo quería. Se casó
con una buena mujer y tuvieron cuatro hijos, dos niños y dos niñas a los que
inculcaron una deliciosa educación y respeto hacia los demás.
Solo se ponía la corbata cuando se ponía la toga para
enjuiciar a algún presunto culpable de
un delito. Tendía la mano a sus enjuiciados y no era duro en sus veredictos.
Sus hijos crecían felices en el seno de una familia
medio-alta que le inculcaba el respeto y el buen hacer para los prójimos, que
eran todas las gentes que se encontraban con ellos.
Ojalá que ningún niño se vea en la situación en que se vio
este pequeño.
JOSÉ ANTONIO MÉRIDA.
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