Era hijo de la luz y del viento y no creía en sus superiores.
Su vocación le venía de dentro y amaba lo divino como ninguno. Sus creencias
eran puras y se basaban en las Escrituras y en lo que su espíritu le
comunicaba.
Su ilusión era servir a sus hermanos y no defraudar a Dios.
Vivía en un sin vivir, porque la gente adoraba al demonio y sus cosas. Era
hombre de bien, pecador, pero lo reconocía, mientras los demás vivían felices,
en su interpretación de lo que decían los curas de Jesús, y de su caminar por
este mundo de hombres incrédulos.
A pecadores y no a justos vino a llamar el Maestro, pero ni
unos no otros le hacemos caso. Somos obstinados ante la realidad que se nos
pone delante. Duros de doblegar delante de la verdad que llama a nuestra puerta
sin cesar
El sacerdote de nuestra historia no era cura, porque no
quería verse atado a los cánones de la parroquia católica y su séquito. Él era
independiente, Apóstol de Jesús y seguidor de sus pasos.
Quería un mundo más justo, solidario y amante de la verdad.
No tenía en el mundo a nadie superior, por eso no quería ser cura, que estaría
atado a sus superiores jerárquicos y él era libre, en esta tierra de
sufrimientos.
Viven sus hermanos, creídos en la verdad, que rozan el Cielo
con sus acciones demoniacas y que, por tanto, no gustan a Dios. A Dios le gusta
la verdad, el cariño, la sencillez y los valores humanos, que pueden ser
divinos
Pero ¿quién es apóstol en nuestro tiempo? ¿quién nos dice la
verdad sobre la tierra y el Cielo, sin desdén, con alegría y creyéndolo él
mismo? “Busca y encontrarás” nos dice el Evangelio, “ven y verás”, prosigue,
que el más raro que tú veas puede ser el emisario de la Palabra.
El sacerdote no quiere saber nada de rezos paganos, de gente
que repite las mismas palabras, sin ton ni son. Cuando vayas a misa oye el
Evangelio y dale su cumplimiento.
El sacerdote lo es por gracia de Dios, óyele y haz lo que tú
interpretes bien de él.
JOSÉ ANTONIO MÉRIDA.
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