Era un muchacho casi normal, que tan solo tenía la propiedad
de desembrujar a las brujas y quitarles su mal. Era maduro como hombre y como
hijo de este fenómeno.
Andaba por las calles como otro cualquiera y nadie lo echaba
en ver porque era de lo más normal que existe, eso si teniendo como propiedad
el desembrujar, como hijo del viento y las tempestades, que eran su padre y su
valía.
Si te encuentras con él no lo echarás en ver, porque es de lo
más normal que existe. Su propiedad era sembrar el bien por donde quiera que
iba o venía.
Su padre era el viento y su madre la calma, por lo que lo
hacían un hombre educado, valiente, sin miedo, sin vergüenza por nada, que se
dedicaba a apasiguar los malos vientos y traer la calma allí donde había
tempestad, furia de hombres.
Las gentes lo querían porque era educado, bien parecido y
luchador por los cuatro costados. Venía a ser un Juan sin miedo de nada porque
el viento le protegía y las tempestades eran sus amigas. No sabía de odios ni
rencores, su don era la paz.
Tenía varios hermanos, pero ninguno tenía la propiedad de él,
eran fieras, pero como corderitos que se amedrantan ante cualquier desavenencia
de la vida en este mundo.
Sus padres terráqueos eran mansos y compresivos con la lucha
de su hijo de salvar al mundo. Lo comprendían y dejaban que hiciera, lo que
mejor se le ocurriera.
La vida transcurre lenta, pasa por nuestros cuerpos y mentes,
dejando el rastro del viento, que lo delata todo. Es como un paraíso sin
nombre.
El viento, como todos los fenómenos atmosféricos pasa por
nosotros sin dejar rastro ni huella en
nuestro cuerpo. El hijo es el dueño de los vientos y tempestades que caminan
por nuestro lado.
JOSÉ ANTONIO MÉRIDA.
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