Ver claro no es lavarse la cara por la mañana o limpiar las
lentes de las gafas. Ver claro es ver las cosas como son y no como nos las
pintan las gentes por las calles, que es una escuela para niños de treinta o
cuarenta años.
Ver claro es andar pisando fuerte, sin resbalar ni tropezar
por todos los caminos habidos y por haber, sin dudar, sin miedo a caerse, con
pies de plomo que aplastan cualquier mal bicho, que se cruza en nuestro seguro
caminar.
Los niños ven claro su sendero a donde se dirigen, porque no
hay en sus ojos maldad y todo es amor en su mirada de pequeño matón contra el
maligno, que no está en sus mentes.
Claro que si, que tú puedes ser como esos pequeñajos que se
cruzan por la calle, con desdén y no les importan nuestros prejuicios, ni
nuestra maldad de mayores, que anida en nuestro corazón y lo hace malo, malvado
y poco humano.
Ver claro no es hacer lo que hacen en las películas, donde el
bueno siempre gana al malo de aspecto terrorífico. No es ver una novela en la
que el protagonista seduce a la dama con artes diabólicas y la lleva a su
campo, de forma cruel y diabólica para hacerla su esposa.
Ver claro no es pasearse con un maletín lleno de papeles, que
solo piden dinero a sus clientes, que acobardados se lo dan, porque no les
queda otro remedio, ya que es el cobrador de impuestos, del gas, de la
electricidad o de mil cosas que se deben en un hogar cualquiera.
Ver claro es ver la vida de una forma positiva, sin
rencillas, sin miedo, con una sonrisa en los labios, con ganas de trabajar, de
luchar contra el mal, que no es otra cosa que el odio que anida en los
corazones de las personas malas.
Ver claro es levantarse por las mañanas con ganas de hacer
cosas por la familia y por los amigos, sin descanso (nada más que lo preciso) y
ayudar a los más desvalidos.
JOSÉ ANTONIO MÉRIDA.
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