Son como otra persona cualquiera y tienen derecho a vivir
dignamente. Algunos incluso duermen en la calle, ya haga frío o calor, llueva o
nieve.
Son muy pocas las personas que se acuerdan de ellos y les da
una pequeña limosna para que puedan comer algo, al menos. Con la escusa de que
“trabajen” o “se lo gastará en drogas” es suficiente para que no se ablande
nuestro duro corazón y miremos hacia ellos.
Hay algunos que están enfermos, no tienen médico y no pueden
trabajar. Otros son impedidos, porque les falta un brazo o una pierna, tienen
cáncer, el sida o innumerables enfermedades, que con el tiempo le acarrarán la
muerte en la calle. Incluso sin atención médica.
Me dan mucha pena esos hombres, esas mujeres que su casa es
la calle, por la circunstancia que sea, viven marginados y nadie los defiende.
Cuando ven uno les hacen un rodeo para que no les pida.
No tienen con quien hablar y son los creyentes de las
distintas religiones, los que menos los apoyan. Paradógico ¿no? Pues es la
cruel realidad y son muchos. Nosotros pensamos: “yo no le voy a dar a todos”,
pero es que no le damos a ninguno. Somos muchos y si uno le da a una de esas
personas, otro le dará a otra y con un poquito ellos hacen su apaño y besarán
nuestro corazón, que buena falta le hace.
Ellos piden o mejor dicho, no piden nada, se ponen en una
esquina con un platillo, esperando pacientemente que alguien le dé algo de
dinero. Si les hablas comprobarás que son bellas personas, como tú y como yo.
No son raros ni aprovechados, por lo general, y merecen el
apoyo de las clases medias, porque los ricos no sueltan ni un chavo. El mundo
podía mejorar mucho si tuviésemos caridad, esa cosa tan cacareada en las
reuniones de las distintas religiones, en sus lujosos y floreados edificios, donde
solo hay maldad.
JOSÉ ANTONIO MÉRIDA.
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