Había une vez un niño muy bueno y tranquilo, pero que la vida
lo volvió rebelde, aunque dicha rebeldía la llevaba en la sangre. Jugaba con
cualquier cosa, ya que sus padres no le pudieron comprar juguetes.
Cuenta su madre que desde pequeño corría y hablaba mucho, que
se quedaba dormido en su sillón-mecedora, él solo y a sus padres no molestaba
en absoluto, sino que estaban encantados con él. Sus primitos, amigos y
conocidos se admiraban de la gracia con que hacía las cosas.
Pues bien a este niño le gustaba ir a la escuela, pero sus
compañeros se portaban mal con él, se mofaban de su bondad y le quitaban los
lápices.
Desde pequeño, gustaba de la soledad, porque sentía que algo
le faltaba, el cariño veraz de la gente que le rodeaba. Un buen día emprendió
un camino que marcaría toda su vida, el camino de la verdad.
Era como un viejecito, sabía mucho. Gustaba de la compañía de
niños mayores que él y de gente mayor. Era muy vergonzoso.
Un día su padre le mandó a por una botella de vino. Feliz fué
a por ella a la tienda y cuando volvió, la mala suerte hizo que tropezase
contra una piedra y se le cayó la botella de cristal y se le rompió, a pesar de
todo su padre no le riñó.
En otra ocasión, su
abuela materna, le mandó con huevos para cambiarlos por comida, le dijo que
fuese andando y no con la bicicleta vieja y grandota, que su padre le compró a
él y a su hermano mayor. No hizo caso y rompió parte de los huevos. Por lo que
al volver, su abuela le dijo que si había roto los huevos, ya que tendría que
haber pagado las cosas con ellos y con dinero. Él respondió que no y con
vergüenza estuvo mucho tiempo sin visitar a su abuela
Así era y es la vida de esta niño.
JOSÉ ANTONIO MÉRIDA.
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