Nació en un pueblecito pobre, de padre y madre pobres y en la
más absoluta humildad. Nadie lo sabía, ni lo sabe aun, pero este bebé venía al
mundo a culminar la obra de la creación. No llevaba ninguna señal que lo
dijese, pero Manuel estaba predestinado a ayudar moralmente a dirigir el
destino de las almas de este mundo.
Desde muy niño se le notaba que no era un crío normal. Era
humilde sobremanera y no aceptaba la falsedad de las gentes. La verdad era su
lema y no se dejaba llevar por el engaño del mundo.
Creció sano y fuerte y las gentes le miraban con desprecio,
porque no soportaban el carácter de Manuel, que desde pequeño sabía que no era
un niño normal. Vivía en el campo, pero pronto su padre se mudó a la ciudad.
Era el segundo niño de la familia, para no ser el primogénito, que en las
Escrituras vendió su destino por un perol de cocido.
Era buen estudiante, pero nuca el primero de la clase. Sus
maestros no lo aceptaban con el calor que merecía.
Se casó y tuvo un hijo, que sería su bendición, porque la
desgracia quiso que lo perdiese, cuando contaba dos años.
Viajó por el mundo dejando el mensaje de paz y esperanza, que
le había sido encomendado.
Cuando contaba treinta años, fue destinado a otra ciudad, a
predicar a aquellas gentes, que no lo querían porque eran muy mundanos.
Tenía Manuel el don de curar físicamente, pero no era esta su
misión, sino la de sanar las almas perdidas por culpa de personas con malos
sentimientos y poderes, que para él eran vanales.
Si sabes quién es, guárdale el secreto, que él ha guardado,
con esmero, toda su vida.
JOSÉ ANTONIO MÉRIDA.
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