Es un don que poseemos todas las personas, hombres o mujeres
de cualquier país o clase social. Desde un político o gran empresario hasta un
trabajador o un simple mendigo.
El defecto más grande que tenemos tod@s es que nos creemos
más que nadie, que sabemos sobre cualquier asunto que salga en una conversación
más que el contrario o contrarios. Bien es verdad que no puede saber de leyes
un campesino, sabrá un juez. Pero acaso el juez sabe del campo.
En una conversación cualquiera, todos queremos llevar la
razón y tenemos algo que añadir a lo que dice el contertulio. Esto es un error
y nos deberíamos morder la lengua y el contrario saldría engañado por él mismo.
Si lo piensa bien se dará cuenta de ello, diciendo para sí
mismo: me he ensañado con aquella persona.
No obstante volverá a hacerlo una y otra vez, pero, por
suerte, siempre habrá alguien más modesto, que dejará que se desahogue y se
sienta prepotente. Esto hasta que llegue el día en que la persona creida reflexione
y piense que lo que hace es el ridículo.
Esto tardará en ocurrir, pero el que habla con él no debe ser
peor que él, sin ser tonto, hablarle claro y con educación para que, después de
todo, no se sienta molesto.
En este asunto que estamos tratando, que no se ponen de
acuerdo los contertulios, puede ocurrir que unos y otros piensen lo mismo, pero
somos tan arrogantes que no somos capaces de decirle al contrario: “oye, pues
sí, tienes la razón”.
Mal asunto este de querer decir siempre la última palabra o
idea. Que conste que yo no me excluyo de estas personas creidas.
La persona sabia tenderá siempre a hablar poco y conciso.
JOSÉ ANTONIO MÉRIDA.
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